Si alguien afirmara hoy en día que los animales «comen sin placer, lloran sin dolor, crecen sin saberlo; no desean nada y no conocen nada» y que, en consecuencia, poco sentido tiene prestar atención a sus intereses o preocuparnos por la forma en la que se les trata, sus sentencias serían consideradas —además de científicamente improbables— moralmente reprobables. Sin embargo, no son estas las palabras de un hombre lego en las ciencias, ni de una persona con poco interés en la procuración del bien, sino de uno de los filósofos más prominentes de la modernidad francesa, reconocido, entre otras cosas, por sus aportaciones a la ciencia y a la filosofía moral de su época: Nicolas Malebranche. Así como él, muchos de los grandes exponentes del pensamiento filosófico occidental trataron con un desatino similar la cuestión de la vida animal y de nuestros deberes hacia los miembros de otras especies. No deja de resultar inquietante que no hayan sido únicamente las personas embebidas acríticamente en las prácticas crueles contra los animales quienes no hayan encontrado motivos para abandonarlas, sino que incluso aquellos personajes que contribuyeron sustancialmente al desarrollo de la ética hayan sido incapaces de vislumbrar motivos para otorgar al resto de los animales legítimos reclamos morales sobre nosotros.
Es común invocar a Platón entre la lista de personajes ilustres en las filas del vegetarianismo. Lo mismo a Pitágoras. Sin embargo, las razones detrás del régimen alimenticio de ambos filósofos no son precisamente las mismas que las que guían la práctica actualmente. Una de las anécdotas que nos lega Diógenes Laercio sobre la compasión de Pitágoras hacia los animales no dice que detuvo a un hombre que azotaba a su perro porque podía escuchar en sus aullidos la voz de un amigo que había muerto. En otras palabras, le preocupaba —dada su creencia en la transmigración de las almas— que hubiera una inteligencia o una vida humana sufriendo realmente en lugar de una bestia. En el caso de Platón, la evidencia de su vegetarianismo es todavía más endeble e, independientemente de cuáles hayan sido en realidad sus prácticas, está claro que en su filosofía no hay lugar para los deberes hacia los animales no humanos. Para el ateniense, el vegetarianismo sería una dieta que normaría en circunstancias ideales, en una Era de oro en el que la supervivencia del ser humano no dependiera de sus habilidades para conseguir y transformar sus propios alimentos. Pero nuestras vidas no pertenecen a esa era (una época que él mismo consideraba mítica y no histórica) y no puede ser, como consecuencia, una demanda moral para el común de las vidas. Más importante aún, Platón sostiene explícitamente la superioridad de los seres humanos sobre el resto de las criaturas. Hay algo divino en el alma humana, que es de naturaleza inmortal y racional que justifica disponer del resto de los animales para satisfacer las necesidades humanas.
Algunos de estos elementos de la filosofía platónica podemos encontrarlos también en los autores cristianos que modelaron el pensamiento filosófico de los siglos posteriores. Así como Platón nos habla de una Era de oro en la que los humanos vivían en pacífica convivencia con el resto de los animales, el libro del Génesis nos presenta un escenario similar en el caso de Adán y Eva previo a su expulsión del Edén. (Gen. 2:19-20) No obstante, tras el diluvio, Dios anuncia a Noé y a su descendencia: «Pongo a su disposición cuanto se mueve sobre la tierra y todos los peces del mal. Todo lo que tiene movimiento y vida les servirá de alimento; se los entrego lo mismo que hice con las legumbres y las hierbas.» (Gen. 9:2-3) Y si bien la relación entre el pensamiento cristiano y la cuestión animal no puede reducirse a esos pasajes, las conclusiones a las que sobre este tema llegaron autores como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino reclaman precisamente el legítimo dominio de los seres humanos sobre el resto de los animales, negando que estemos compelidos por algún mandato —moral o divino— a procurar el bien de estas criaturas. Si bien discurren por caminos distintos, lo que comparte el pensamiento de estos autores es que el ser humano se encuentra en el centro de la creación divina y solo sus intereses merecen nuestra atención.
No bastaron ni el renacimiento ni la modernidad europea para transformar la forma de aproximarse a la cuestión. Es precisamente Descartes, reconocido generalmente como el autor que inaugura la modernidad filosófica, quien crea un nuevo paradigma —ajustado al lenguaje científico de su época— para explicar la escisión que distingue la naturaleza humana de la animal. Entre sus escritos encontramos la infame afirmación de que los animales son meras máquinas, autómatas sin pensamiento que, como tales, son incapaces de experimentar dolor o placer. Y a pesar de que los intérpretes contemporáneos han puesto en tela de juicio el que Descartes niegue efectivamente la sensibilidad de los animales, queda claro que, más allá de la forma en la que deseemos interpretar su filosofía natural, las conclusiones prácticas que el propio Descartes veía implicadas en su visión son que no había ninguna razón para preocuparse por las prácticas humanas que implicaran la muerte o la crueldad en contra de estas criaturas. Con ello no justificaba únicamente el incuestionado hábito de comer animales, sino también la entonces novedosa práctica de la vivisección.
Es probable que no haya un autor que haya contribuido en mayor medida a la formación de los conceptos que rigen el pensamiento ético contemporáneo que Immanuel Kant. De ahí que resulte particularmente llamativo lo poco instructivo que resulta su tratamiento de la cuestión sobre el estatus moral de los animales no humanos. Para Kant, es la naturaleza racional de un ser vivo la que nos vincula normativamente a él; en este caso, no porque la racionalidad tenga un estatus metafísico superior o porque guarde una semejanza con la divinidad, sino porque la razón es la facultad que posibilita la existencia de deberes éticos. En otras palabras, la moralidad funciona como una especie de contrato en el que solo se encuentran protegidos los intereses de aquellos que pueden procurar también los intereses de los otros miembros. Lo que ocurre, entonces, es que todas las criaturas no racionales tienen un valor relativo, al igual que los objetos inertes, y no merecen un trato distinto al de una mera cosa. Aun así, Kant creía que debíamos comportarnos de manera compasiva con los animales y evitar los actos de crueldad hacia ellos, más no porque éstos tengan algún tipo de derecho, sino que es un deber hacia nosotros mismos en tanto criaturas racionales. El maltrato hacia los animales apacigua nuestras capacidades morales y nos predispone a actuar de forma indebida hacia otros seres humanos y por ello es inaceptable.
Podemos tratar de reunir todos estos argumentos, hoy en día poco convincentes, en los términos de un solo equívoco que los atraviesa a todos: el especismo. Desde este punto de vista, casi la totalidad de las corrientes del pensamiento occidental están permeadas por un prejuicio que se interpone en su reflexión acerca de la naturaleza animal y nuestros deberes prácticos hacia ellos. Dicho prejuicio consiste, de acuerdo con Peter Singer, en el supuesto de que hay algo en la naturaleza humana que la hace superior al resto de las formas de vida y que justifica que antepongamos los intereses de nuestra especie a los de las demás. Frente a esta creencia —no menos aberrante, en su opinión, que otras formas de discriminación como el racismo o el sexismo—, Singer sugiere que es la capacidad de sentir placer y dolor lo que vuelve a un individuo, sea cual sea su especie, sujeto de consideración moral. Así como Singer, muchos otros filósofos contemporáneos han ofrecido, durante los últimos años, argumentos sólidos en favor de la necesidad de incluir al resto de los animales en la esfera de la moralidad.
Como atestiguan las reacciones enardecidas ante toda muestra gráfica de violencia hacia los animales, no son solo los filósofos morales quienes consideran hoy en día que la crueldad hacia los miembros de otras especies es algo sencillamente inadmisible y que, así como debemos procurar no infringir daño alguno al resto de los humanos (o inclusive contribuir desinteresadamente a su bienestar cuando esto nos sea posible), lo mismo debemos hacer en nuestro trato hacia el resto de los animales. Paradójicamente, esto no quiere decir que el sufrimiento animal infringido deliberadamente por los humanos sea un acontecimiento poco común o siempre condenado. Por el contrario, nuestros hábitos de consumo han generado que la cantidad de animales que sufren y mueren a causa de la actividad humana se haya multiplicado exponencialmente durante las últimas décadas ¿Cómo es posible que conviva, pues, la creciente convicción de que el resto de las criaturas sintientes deben ser objeto de consideración moral con una forma de vida en la que su sufrimiento es inevitable? Dar respuesta a esta pregunta nos exige ir más allá de lo estrictamente filosófico y prestar atención a lo que otras disciplinas como la psicología, la sociología o la historia tienen que decir acerca de la inevitable demora con la que nuestras prácticas sociales se ajustan a lo que consideramos correcto. Sin duda alguna, parte de las razones son, por un lado, la deliberada ignorancia en la que decidimos vivir con respecto a la forma en la que nuestros hábitos contribuyen al sufrimiento de las otras especies; y por el otro, lo poco atractivo que resulta para muchos de nosotros el renunciar a las comodidades que obtenemos de la objetivación y la explotación del resto de las especies.
Al día hoy, la filosofía moral ha conseguido sobreponerse a su ofuscamiento y la creencia de que el conjunto de nuestros deberes se extiende más allá de nuestras relaciones con otros humanos ha dejado de ser una idea extravagante o el capricho intelectual de unos pocos. Lo que resta es la puesta en evidencia de todas las formas de crueldad involucradas en nuestros hábitos comunes y el reconocimiento dichos deberes y obligaciones por parte de las instituciones que rigen nuestra vida práctica. La transformación de nuestros deberes hacia los otros animales en normas jurídicas y su correcta aplicación son el mejor camino para cristalizar estas preocupaciones morales.
[1] Nicolas Malebrache apud Peter Harrison, “Descartes on Animals,” The Philosophical Quarterly 42, no. 167 (1992): 219.
[2] Me refiero, en particular, a las convicciones morales que caracterizan al veganismo y no, en sentido estricto, al vegetarianismo.
[3] Diógenes Laercio. Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. VIII, 36.
[4] Incluso el hecho mismo de que Pitágoras se opusiera al sacrificio de animales es puesto en cuestión por algunos testimonios. Se cuenta, por ejemplo, que al descubrir el teorema que lleva su nombre sacrificó bueyes para honrar su hallazgo. Cfr. Huffman Carl, “Pythagoras,” in The Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2018, https://plato.stanford.edu/archives/win2018/entries/pythagoras/.
[5] Platón, República 378a.
[6] Timeo, 69c-77c. Una revisión detallada sobre el vegetarianismo de Platón puede encontrarse en Daniel A. Dombrowski, “Was Plato a Vegetarian?,” Apeiron 18, no. 1 (1984): 1–9, quien sugiere que hay elementos en la doctrina filosófica de Platón que entran en conflicto con su defensa del consumo de carne y que quizá hubiera sido más coherente que condenara definitivamente el consumo de animales.
[7] Traducción recogida de la edición de 1995 de la Biblia latinoamericana publicada por El verbo divino.
[8] Por ejemplo, Harrison, “Descartes on Animals.”
[9] Peter Singer, Animal Liberation (Nueva York: Ecco, 2002), 201.
[10] Christine M. Korsgaard, Fellow Creatures. Our obligations to the other animals. (Oxford: Oxford University Press, 2018), 98–101.
[11] Agradezco a Ana Vieyra y a Hugo Tabares por sus obervaciones.
Bibliografía
- Carl, Huffman. “Pythagoras.” In The Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2018. https://plato.stanford.edu/archives/win2018/entries/pythagoras/.
- Laercio, Diógenes. Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Translated by Carlos García Gual. Madrid: Alianza Editorial, 2013.
- Dombrowski, Daniel A. “Was Plato a Vegetarian?” Apeiron 18, no. 1 (1984): 1–9.
- Harrison, Peter. “Descartes on Animals.” The Philosophical Quarterly 42, no. 167 (1992): 219–27.
- Korsgaard, Christine M. Fellow Creatures. Our obligations to the other animals. Oxford: Oxford University Press, 2018.
- Plato. “Timaeus.” In Plato in Twelve Volumes. Vol. 9. Trad. W.R.M. Lamb. Londres: William Heinemann, Harvard University Press, 1925.
- Singer, Peter. Animal Liberation. Nueva York: Ecco, 2002.
Alan Avena es originario de Tepic, Nayarit, estudió su licenciatura en filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente cursa los estudios de maestría en la misma universidad especializándose en el área de Ética. Dentro de sus intereses se encuentran la ontología, la ética práctica, así como la filosofía de Aristóteles y de Jean-Paul Sartre.